En Trampa Reluciente, la estabilidad es solo una ilusión. Un comedor elegantemente dispuesto contrasta con la cabeza decapitada sobre la mesa, donde la opulencia se mezcla con la violencia sin romper el simulacro.
En el baño, la ausencia de agua se suple con cubetas de Coca-Cola, símbolo de un acceso básico convertido en privilegio. Afuera, una reja dorada encierra lo que debería proteger.
Las ventanas, todas con barrotes, permiten ver el exterior pero no alcanzarlo, recordando que la movilidad social, como la libertad, es una promesa restringida. No importa cuán lejos emigres: la estructura permanece intacta.
Cada espacio está construido con papel, como una promesa endeble de seguridad y bienestar. El artificio no busca engañar, sino exponer. Aquí, lo ornamental es político: el lujo es aparente, la crudeza es real.
Trampa Reluciente no inventa nada, solo nos recuerda que la frontera es un lugar donde la esperanza y la resignación comparten la misma casa.




